lunes, 9 de mayo de 2011

CRÍTICA de¨Luna Teatral¨

Dijo María de los Ángeles, ¨Luna Teatral¨:

Mauricio Kartún estrena la casita de los viejos1, en un marco por de más significativo para el teatro argentino; Teatro Abierto en su segundo año de vida, en 1982, año también distinto y cargado de una semántica nueva a través de la violencia institucionalizada, legalizada esta vez por una guerra, la de Las Malvinas, aquellas islas lejanas, las hermanitas perdidas, como nos vendía el discurso perverso de la dictadura militar. La lectura de aquella puesta primera, era en ese contexto, un ida y vuelta entre la violencia impuesta desde el afuera y el recuerdo de una manera familiar que no ocultaba su temor y desagrado al distinto, a quien se le ejercía violencia desde el amor, a aquél que necesitaba salir de la claustrofobia de que otros decidieran lo mejor para él. Sin embargo, envuelto en ese modo de ser, el personaje de Rubén, vuelve a ese pasado que lo angustia y que pesa demasiado como para permitirle ser feliz. El trabajo temporal que realiza Kartún, imponiendo un tiempo ido, que además se encuentra con el fracaso de su futuro, se establece a través del desdoblamiento del personaje en el niño y el sesentón. Tema tanguero2 por excelencia, lo que pudo ser y no fue, el dolor de ya no ser. La soledad es la recompensa de aquel que se atreve a contrariar el camino impuesto, y atraviesa la vida a contrapelo de lo que la sociedad considera el “deber ser”. En aquél contexto hablaba también del exilio, el impuesto, y el propio; que añora con un pasado que dejó por intolerable, pero al que sin embargo, vuelve una y otra vez, con el deseo de exorcizarlo, de mutarlo en otro. 


La puesta que llevaron adelante en el espacio de Liberarte el Grupo Teatral Tedrys3, dirigido por Sergio Bermejo, con un juego escénico que logra a partir de las actuaciones la empatía del espectador, impone la mirada desolada y profunda del texto de Kartún, y lo lleva al límite de un realismo casi expresionista. Las actuaciones tienen momentos de excelencia que logran transmitir, ya no desde la palabra sino desde la gestualidad y el uso del cuerpo, la carga de fracaso resignado de los personajes. Porque si Rubén es el iceberg, aquél que vuelve una y otra vez a un pasado que explique su presente, en ese pasado el fracaso ha atravesado los sueños de todos los fantasmas que lo habitan. La pieza de poca duración, como requería el espacio de enunciación, condesa sin piedad a la memoria, el núcleo de una sociedad, la familia, que fomenta y reproduce la falta de libertad. Pensar, pensar, quien necesita pensar le dice la madre a Rubencito, en uno de esos raccord que construyen la estructura de la obra. Desde aquél mundo del ‘82 hasta hoy, muchos otros fantasmas y fracasos nos acosan, y miles de Rubencitos vuelven su mirada hacia atrás a reencontrase con las promesas incumplidas, con los verdugos de sus sueños, para por fin reconciliarse con sus miedos y apostar hacia delante, hacia el camino a construir.

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